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viernes, 14 de mayo de 2010

WHELAN por TIRONI.

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1961.


Whelan *
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Después de leer estos testimonios sobre el cura Whelan, recopilados por Patricio Hidalgo, he llegado a la siguiente conclusión: que la gran fuerza de este cura estaba en que no se le entendía lo que decía. Esto fue lo que le hizo entenderse tan bien con los jóvenes y con los pobres; dos grupos a los que no interesa mucho lo que se dice, sino a lo que se comunica por otras vías diferentes al lenguaje.
Porque dejémonos de cosas: ¡a Whelan no se le entendía nada! Algunas palabras toscas, vigorosas, desconcertantes; pero nunca un raciocinio lógico que uno pudiese seguir. O del cual uno pudiera inspirarse o reflexionar.
Seamos francos: si alguien nos dice que lo que más le impresionaba de Whelan era su inteligencia, su sofisticación intelectual, su cultura teológica, o su conocimiento de la doctrina social, los que lo conocimos sabríamos que nos está mintiendo.
Si no dependía del lenguaje, ¿de qué dependía entonces el liderazgo de Whelan? De algo aún más básico que el lenguaje: la fuerza del ejemplo.
A falta de palabras –a Whelan éstas no le brotaban‐‐, sólo queda el cuerpo. Esto, quizás, fue lo que le permitió una comunicación tan buena con los pobladores de La Faena o del Cortijo, o con los jóvenes. Ellos también hablan con el cuerpo.
Si uno tuviese que sintetizar en una palabra el ejemplo de Whelan sería fuerza. La fuerza en todas sus formas, partiendo por la más elemental: la fuerza física. Whelan era una personalidad fornida, musculosa, material; y como afirman muchos testimonios del libro, marcadamente varonil.
Cuando yo lo conocí, a mediados de los 60, se le iba en collera a los alumnos en cuanto a fuerza física. Era duro como roca. Incluso se corría que había sido boxeador profesional. Nunca supe si había sido cierto o era una leyenda urbana...
Pero su fuerza era también espiritual. Aunque no sé si “espiritual” es la palabra que mejor le viene. Quizás calza mejor “fuerza moral”.
Whelan era categórico en cuanto a lo que estaba bien y lo que estaba mal. No aceptaba las medias tintas. Su juicio no se basaba en disposiciones normativas, sino en su propio discernimiento ante un caso concreto. Era muy pragmático en esto. Por lo mismo a veces sus juicios eran perturbadores, pues calificaba como correcto lo que las normas convencionales condenaban. Lo que le importaba no era ser fiel a una norma, sino resolver un problema, sacar un proyecto o a una persona adelante.
Sus juicios eran rápidos, prácticos, destinados a definir un derrotero; no eran opiniones destinadas a fijar doctrinas o construir “relatos” o discursos. Prefería equivocarse antes que ser pusilánime, o quedarse paralizado por la duda.
Whelan era, ente todo, un hombre de acción.
Estaba lejos de ser un doctrinario. Sus opciones u opiniones políticas, muchas veces radicales, no provenían de ideologías de ninguna especie, sino de un juicio moral, en cuyo eje estaba el compromiso con los pobres y perseguidos. Si esto lo llevaba a la extrema izquierda o a la extrema derecha, ni modo. Para Whelan –como muchos lo destacan en el libro—, habiendo tal compromiso, le tenían sin cuidado las opciones políticas de la gente.
Whelan era un pragmático consumado. Creía mucho más en la capacidad formativas de las manos que en la capacidad formativa de la cabeza. Dicho de otro modo, confiaba mucho más en la experiencia –como se usa decir ahora—que en el intelecto.
Un ejemplo maravilloso de esto fue la chacra y la chanchería que instaló en el colegio, para que los alumnos ampliaran su visión del mundo a través del trabajo de la tierra.
O la experiencia de integración social. O la instauración del colegio mixto. O los proyectos de educación popular en el CIDE…
Cuando volvió a colegio, ya en los 90, recuerdo que la obsesión de Whelan estaba en el deporte; en reinstaurar en el colegio el culto al deporte, que con los años se había perdido, especialmente entre los varones.
Se propuso que los alumnos se zambulleran en la experiencia del deporte. Era lo mismo de la chacra, pero en otro envoltorio. Y ahí estaba empujándolos a participar y en las barras del Santiago Atlético.
Lo que le interesaba con el deporte era la fuerza formativa de la experiencia física. Lo que le interesaba era desarrollar la pasión por el esfuerzo individual llevado al límite, pero en el contexto de un equipo. En otras palabras, Whelan no fue un intelectual y nunca le tuvo mucho aprecio a lo intelectual.
La relación de Whelan con los alumnos, o con los pobladores, o con los investigadores del CIDE, era la misma. Así se ve en estos testimonios. Y es lo que más conmueve al leerlos.
El fin no de Whelan no era controlar a las personas, sino liberarlas.
No era fundirlos en la comunidad, sino emanciparlos de ella, hacerlos individuos.
No era infundirles miedo, sino redimirlos del miedo, para que hicieran con su vida o sus proyectos lo que quisieran.
No era tomar decisiones por ellos, sino empujarlos –a veces con modales no muy corteses—a que tomaran sus propias decisiones.
No era enseñarles a evitar los riesgos, sino prepáralos a superarlos.
Era bruto en eso. Yo me recuerdo de los “explorers”, que eran una suerte de scouts pero de los últimos años de media, donde se trataba de esto: de ir hasta el límite del riesgo.
Pese a su enorme carisma, Whelan jamás fomentó el funesto culto a la personalidad.
Nunca aceptó ningún tipo de dependencia hacia su persona. Nunca usó su poder para manipular. Por el contrario, empujaba a los que le rodeaban a que fueran libres, autónomos, rebeldes; a que navegaran solos en la oscuridad, a que corrieran sus propios riesgos, a que no se apoyaran en nadie.
No hay que olvidarlo: nació y se crió en el midwest, en Detroit, una tierra donde la fuerza, el pragmatismo, la acción y la autonomía individual son condición de sobrevivencia.
Por esto, todo el mundo tenía una relación de amor –odio con Whelan. De amor por su entrega, su ejemplo, su apoyo; y de odio por su exigencia, su rudeza, su nula autocomplacencia.
Creo que Whelan fue la mejor condensación de eso que podríamos llamar el “espíritu georgiano”. Esa suerte de transpiración que nos hace olernos a la distancia. ¿Qué es? Diría que es un cierto pragmatismo. Cierta rapidez en tomar decisiones. Cierta predisposición al ensayo y error. Cierto individualismo. Cierta disposición al trabajo en equipo, pero con roles claros para cada uno. Cierta pasión por ampliar horizontes, por conocer el otro lado, por experimentar lo inhabitual, por hacer lo diferente. Cierta espiritualidad aplicada, no contemplativa. Y por sobre todo, la aversión hacia los directores espirituales, de cualquier tipo que sean.
Todo eso, que podríamos llamar “lo georgeano”, era Whelan. Y es por esto que está y estará siempre con cada uno de nosotros.
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Eugenio Tironi
7 de mayo de 2010
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* Testimonio en la presentación del libro Acto de Fe de Patricio Hidalgo, colegio Saint George, 6 de mayo 2010.
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1 comentario:

Anónimo dijo...

El acento de Gerardo jamàs fue un problema para entenderlo. Un hombre de tan claras convicciones pudo llegar simplemente a esos jòvenes de La Faena con mayor claridad que lo que parece haber sucedido con los otros del sector más alto, en tèrminos de dinero, supongo. Como en la cinta Machuca, tal parece que lo anecdòtico, sobreimpone una imagen simplona acerca de lo profundo.