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lunes, 4 de enero de 2010

LA CENA DE LOS 45 Y EL DISCURSO DE SERGIO.

EL SUEÑO DE UN GEORGIAN 64


Ocurre que hace unos días soñé que estábamos en una sala de clase del 5º año de humanidades. No sé si sería porque el subconsciente estaba atento a esta reunión que estaba por llegar, o por una rara coincidencia. Así, recién despierto tomé nota de lo soñado que era muy vívido, antes que se me olvidara. Intentaré aquí relatar lo que retuve de ello, donde se mezclan la realidad con la ficción.

Es el hecho que nos encontrábamos en el tercer piso del edificio de Pedro de Valdivia en clases de matemáticas con el señor Nahun. Este comenzó a repartir las pruebas finales con sus correspondientes notas, y lo hacía en voz alta. De pronto, oigo que grita el maestro: ¡García, de nuevo un siete!. Fue tan grande la impresión que me quedé pegado al asiento mientras Zegers –quien se sentaba atrás mío- y quien comprendía mi reciente hazaña me gritaba: “atina hombre, atina”. Me acerqué hasta la tarima y recibí mi prueba. Una vez de vuelta a mi pupitre analicé el exámen y reparé que junto a cada problema había distintas leyendas con lápiz rojo. Una decía “Excelente”, otra “Muy bien”; la que seguía, “Sobresaliente”.

La verdad es que estaba absorto y no sabía cómo lo había hecho. Pero la impresión me llegó al máximo cuando Ricardo Uauy y Javier Etcheverry se acercaron a mi puesto para agradecerme que les hubiera soplado el problema nº 5 que los tenía muy complicados. Y para no seguir, basta señalar que luego llegó Lucho Elton para solicitarme si podía estudiar conmigo el próximo examen de matemáticas, a lo cual repliqué que contara con ello porque comprendía que a veces los alumnos requerían de un pasante.

En seguida Alejo García-Huidobro reparó que el problema nº 4 en su prueba estaba correcto pero se lo habían marcado como malo. Entonces, risueño y vacilante, avanzó hacia el profesor y le dijo: “maestro, ¿tendría usted la amabilidad de concederme un minuto para hacerle una observación respecto de la corrección a mi prueba, siempre y cuando no lo importune –claro está?. El profesor lo miró y luego contestó: “da gusto venir hacer clases a un colegio pagado, aquí los alumnos se dirigen con respeto al profesor –para agregar luego- adelante García-Huidobro ¿qué le ocurre?. “No señor, la verdad es que aparentemente mi respuesta está correcta, señor, de manera que venía a solicitarle tener a bien revisarla, y si es del caso recalificar mi nota de lo cual le quedaría eternamente agradecido”. Sus palabras fluían humildes, tímidas, casi tiernas en el sueño. No sabía qué había logrado hacer ese cambio en Alejo, pero en todo caso resultaba interesante de destacar.

Así, terminó esa clase y seguimos con la de química. Hizo su entrada solemne el profesor Jaime Petit, aunque no lo notó nadie hasta que comenzó a pasar la lista, terminado lo cual y sin perder tiempo escribió en el pizarrón una suma de sales con las correspondientes formulas y resultados. Luego, se dio vuelta, y de cara al curso preguntó: ¿Arroyo… entendió?. Sí señor contestó el interrogado, a lo cual Petit exclamó ¡entonces entendieron todos, vamos a la próxima!.

Y, como en los sueños se mezclan el pasado con el presente y futuro, estuve que le repliqué a Petit que la vida le pasaría la cuenta, y deseé que Dios le diera vida y salud para poder tragarse sus palabras, porque Arroyo finalmente, gracias a la venta de vacunas –cuya formulas no sólo conoce sino que las corrige y enriquece- ha sido capaz de mantener una familia y tener un buen pasar desde hace 40 años explotando nada menos que … a la química.

De allí pasamos a clases de biología con el señor Eleodoro Cereceda más conocido como “Cerote”. Este intenta un repaso de clases pasadas y le consulta a Gonzalo Cisternas a fin de que le dé un nombre de un anfibio. Este alumno que se encontraba en otros menesteres, se puso de pie y a balbucear distintas palabras para ganar tiempo tales como:¿un anfibio dice usted?, bueno claro, por supuesto. Como no se le viniera ninguno a la memoria recurrió con gestos hacia Jose Aguirre que en sordina le sopló: “dile el hombre rana”, lo que Cisternas repitió sin pensarlo dos veces con una seguridad asombrosa.

La ira de Cerote no se hizo esperar y procedió a expulsar a Cisternas por intentar reírse del más antiguo profesor del colegio –expulsado éste que no lograba aún asimilar la gravedad de lo ocurrido- mientras Jose sonreía con malicia.

Como a las doce viene llegando el Palta Allende, bronceado, y con una gota de agua que aún escurre por su cuello después de una reparadora ducha luego de una farra sostenida hasta la madrugada. Ya estábamos en clases de francés con Belfor Portilla quien se encuentra de cumpleaños. Ante lo cual después de cantarle cumpleaños feliz en un chapurreado francés, Andrés Becker le consulta si no será la ocasión para hacer calducho, a lo cual asiente nuestro obeso maestro.

Becker avanza hacia la tarima, se sube a ella y lanza el primer chiste. Es tan subido de tono que Juan Ignacio Herane se ruboriza. El segundo chiste es peor aún, ante lo cual Herane golpea la mesa mientras grita a voz en cuello: ¡la grosería tiene un límite, Andrés! , luego de lo cual hace abandono de la sala en signo ostensible de protesta. Becker se mantiene mudo por unos instantes hasta que avanza hacia la puerta, la abre y saca su largo cuello para mirar hacia el pasillo. Como observa que Herane ha llegado al final y se presta a bajar la escalera, vuelve a la tarima y exclama: ¡ya, ahora estamos en confianza!, luego de lo cual lanza el tercer chiste que es francamente degenerado. Tanto es así, que Monsieur nos pregunta cómo tan pulcro y refinado futuro arquitecto podría haber cambiado tanto de la noche a la mañana.

Fernando Martí, reemplaza a Becker en la tarima para explicar, como un experto en guerras mundiales, que según lo que leyó hace poco en el Readers Digest lo de Leningrado había sido una trampa de los rusos que le habían hecho a los pobres nazis porque no habían podido llegar sus Panzers, a lo cual asentía, apoyando, el Gato Undurraga con una teoría de cómo los aviones mersserchmidts alemanes habrían podido hacer charqui a los rusos si hubieran querido. Era tan grande la erudición de estos dos en materias bélicas que nadie osaba discutirles, lo que les permitía carrilearse de lo lindo.

La próxima hora fue de la maestra Clementina Hernández. El pobre Fernando Urrejola no daba a vasto haciéndole los dibujos a la mitad del curso que imploraba su ayuda para aprobar el ramo.

Waldo Farías y Carlos Rodríguez han debido subir a la sala justo arriba de la señorita “Tucana”. Farías comienza a fastidiar a Rodríguez quien ya cansado de ello le toma la bolsa de gimnasia a Waldo que pesaba como treinta kilos entre los zapatos de football, zapatillas de clavos y otros implementos. Luego, se sube a un banco y mientras abre la ventana que queda perpendicular al resto de ella, saca su mano hacia el exterior de la que cuelga la bolsa mientras, amenazante, le grita a Farías: “una tallita más y suelto la bolsa”. Waldo, por su parte, que no cree en la amenaza, emite una nueva afrenta verbal a Carlitos que sin pensarlo dos veces cumple su promesa y suelta la bolsa, justo en el momento que en la sala de dibujo, la que sigue hacia abajo, alguien abre la ventana a pedido de la maestra quien ha afirmado que es viernes por lo que hay un leve olor a ropa sucia. Los que estamos en la sala de dibujo de pronto nos damos cuenta, cómo un pesado objeto atraviesa el vidrio de la ventana adjunta a la maestra a la velocidad del rayo mientras los pedazos de vidrio, pequeños, caen en el escritorio cuan esquirlas y en la permanente de Clementina, sin saber lo que ha pasado, lo cual es explicable sólo a la vuelta de Rodríguez y Farías que sin saber de los consecuencias de sus actos intentan explicar los acontecimientos.

El día ha transcurrido repleto de anécdotas y llegamos al quiosco ubicado a la salida del colegio mientras reparamos que la “morenaza” que vive en el departamento de la esquina “nororiente” de Pocuro con Pedro de Valdivia se apresta a subirse a su citroneta. Y como este vehículo abría sus puertas hacia adelante, nos aprestamos al espectáculo de su subida al auto donde –gracias a que las mujeres vestían polleras- podíamos disfrutar viendo sus lindas piernas y con suerte algo más. Dicha morena, que hace tiempo se había dado cuenta que la observábamos con detalle cada vez que se subía a la citroneta, nos brindaba entre generosa y orgullosa, una escena en cámara lenta que nos permitía apreciar, cual Sharon Stone, aún mejor su belleza y misteriosos encantos.

Mientras esto soñaba, pensaba para mis adentros qué pensarían de nosotros los jóvenes televidentes de hoy, de “Morandé con Compañía” o “Infieles” si nos hubieran visto en nuestros intentos adolescentes de ver a la buenamoza de la citroneta. ¡Qué niños! Nos dirían, tal vez, o ¡Qué cándidos mozalbetes!. Es posible, pero pensamos, sin temor a equivocarnos, que ese misterio y los esfuerzos por conocer sus encantos junto al disimulado pudor de las féminas de entonces, tenía un toque más fino, más grato y –porque no decirlo- también más erótico.

Terminado el show, nos disgregábamos. Unos hacía la plaza en Bilbao camino a las calles Bustos o Admussen, otros por Pocuro hacia arriba, y otros nos íbamos fumando hasta Carlos Antúnez donde la mamá de los Zegers –nuestra querida señora Gaby- nos tendría unas ricas leches y sandwichs para tener energías para jugar en su gran jardín una pichanga o aprovechar la transmisión de las clases de box que nos harían Jaime y Fernando respecto de lo que habían aprendido con su profesor el día anterior.

Y mientras ello ocurría, me surgía a la mente una y otra vez ¡yo, un siete en matemáticas!.

En eso estábamos, mientras fui despertado por la Patricia, mi mujer, con un zamarreo en un hombro. ¿Qué pasa?, pregunté. Levántate que vas a llegar tarde al comparendo- me contestó- mientras agregaba: “a propósito, ¿qué pasa con un siete, un siete que repetías una y otra vez?”. No me atreví a contestarle la verdad, porque cómo explicarle que por años soñé, y con pesadillas, sobre los exámenes de matemáticas que se venían encima, y ahora había logrado romper con el maleficio. Pero, pensé, que si se lo explico a mis compañeros podrían entender el por qué y cómo a nuestra mente aún acuden esas evocaciones de hace casi medio siglo que tan buenos momentos y complicaciones nos hicieron pasar.

Me levanté rápido, fui a mi escritorio y tomé las notas del sueño que acabo de describir. Camino al centro, y en la medida que se agolpaban a mi mente las imágenes de la vigilia, concluí que en los doce años que estuvimos juntos en el colegio, estudiamos, jugamos, discutimos, nos abofeteamos, fiesteamos y nos reímos, en suma, vivimos la vida al máximo, sin traumas. Nuestros compañeros que partieron antes al camino de la eternidad nos dejaron buenos recuerdos, sentimos su presencia entre nosotros. Como dice el poeta “con maderas de recuerdos armamos las esperanzas”.

Sólo resta agradecer a nuestros padres la elección que hicieron por nosotros al matricularnos en el Saint George, y al financiarnos nuestros estudios. A nuestros maestros que tuvieron la paciencia para enseñarnos y soportarnos, y especialmente a Dios que nos dio la gran oportunidad y el privilegio de ocupar ese nicho cultural y de la amistad del que continuamos disfrutando.



Sergio García Valdés

Santiago, 30 de Noviembre de 2009